martes, 9 de enero de 2007

Azpitia: Cien años de historia


LOS PRECEDENTES

Quizás desentrañando la historia de esta pequeña comunidad agrícola, nos podamos formar un juicio acerca de los protagonistas y desde su fundación, que todavía está tan cerca de nosotros pero que ya tiene la perspectiva del tiempo para entrar en el Perú de ayer. El pasado de cada rincón de la patria constituye la historia de toda nuestra nación.
En 1900, los fundadores de Azpitia llegaron a estos parajes, se detuvieron al borde del barranco y contemplaron al fondo los inmensos repartos coloniales regados por las aguas del río Mala, pero más al fondo aún, la majestuosidad del océano Pacífico.
La pampa de Azpitia está allí en la altura, pero a sus pies: seca, árida y sin vida. Los gamonales la despreciaban porque era una comarca hostil, con sus arbustos espinosos y sus caliches cortantes; la tierra salitrosa, sedienta, caliente por el sol, inhóspita y sin sombra.
En aquel tiempo, el grueso del campesinado siempre fue visto por las opulentas oligarquías como una masa inferior compuesto por cholos iletrados desprovistos de todo y repletos de sí mismos, que balbucean un rudimentario castellano y que gastan en aguardiente y en pretexto por las fiestas patronales del pueblo la mayor parte de la bolsa familiar, compuesta de muchos hijos mal vestidos y peor alimentados.
Sin duda esto fue cierto en muchas regiones del Perú porque el sistema imperante obligaba a la mayoría a vivir en esa situación. Para el campesino costeño de hoy, esos principios son obsoletos y sin vigencia.
Las tierras productivas del valle de Mala, como la mayoría del Perú, estaban en manos de los potentados, constituyéndose éstos en los amos y disponían a su antojo toda la riqueza que la tierra producía. En los pueblecitos o rancherías vivía el ejército de peones que no conocían los límites de la jornada laboral, menos los beneficios de seguridad, higiene y asistencia social.
El hacendado y su familia, por lo común viven en Lima o en algún país de ultramar y no toman más que cortas vacaciones en este rincón que desdeñan, sin reconocer que de allí sacan enormes ganancias que le permiten darse la gran vida. En el latifundio tienen una gran casa con todas sus comodidades. Los viajeros que atraviesan los paisajes de estos valles ven en el lugar estratégico la casa del hacendado con sus amplios apartamentos generalmente desocupados. Cerca se ven las aglomeraciones de cuartos de maestranzas y almacenes en torno a un amplio corral lleno de ruidos de los hombres y ganado que lo pueblan. Después siguen los talleres, la carpintería, los cobertizos, las bodegas y las trojes. Más lejos las caballerizas y los establos. Allí se ven a los perros huraños y rollizos comiendo en vasijas con abundante comida y cuidando los caballos finos del patrón.
Cuando el amo está en la hacienda, el mayoral o administrador le rinde cuentas de las ganancias y los gastos: “un peón murió, debía 30 soles, por eso apunté su cuenta en la de sus hijos. Tal otro quería paja para su choza, le he dado basura de los corrales, al fin, es para ellos. Por otro lado, los vinos de Francia acaban de llegar, los desembarcamos de contrabando...”
A lo lejos se veía la mansión del amo muy iluminada y saliendo por sus chimeneas un sabroso humo.
La oficina del administrador está abierta todos los días y recibe informes de los caporales, los cuales son los supervisores en el campo. El caporal permanece todo el día a caballo vigilando con ojo atento su tropa de peones. Nadie puede abandonar su faena. El peón tiene un salario que jamás alcanza para pagar sus pobres necesidades. Si el peón rompe una herramienta debe pagarle. Y si la necesidad le obliga a comprar algún producto de la hacienda, por ello entonces vivirá endeudado toda su vida. El peón pagará un poco con su esfuerzo personal, también el de su mujer y sus hijos. Poco a poco el desdichado se hunde cada día más sin poder librarse de su deuda. Luchará toda su vida por aligerar su cadena pero ésta se vuelve cada día más pesada.
Esa era la característica de la mayoría de las haciendas de aquellos días. Era como una rueda de molino que trituraba lentamente, pacientemente, pero con seguridad, a los pobres campesinos que mojaban con su sudor la tierra que trabajaban, pero que no les pertenecía.
Todo su trabajo era para el patrón. Desde el momento en que podían sostenerse sobre sus débiles piernas, sus hijos ya estaban condenados a servir al terrateniente. En cuanto a las hijas no había distinción en las tareas agrícolas. Sólo las que tenían la tez más lozana, el cuerpo mejor formado y habían llamado la atención del mayoral, entraban como sirvientas al servicio de la casa.
Había otro sistema de trabajo elegido por el hacendado, consistente en dar en arriendo las peores tierras, según ellos a sus mejores servidores. Estos agricultores que dejaban de ser peones directos del latifundista eran los llamados yanacones. Recibían la tierra para trabajar por su cuenta, el pago del arriendo lo efectuaban con la cosecha. Estaban obligados a vender toda la producción a la misma hacienda y ésta ponía el precio y todas las condiciones. La cosecha nunca alcanzaba para pagar satisfactoriamente al gamonal, viviendo el campesino siempre endeudado y sin hallar la fórmula para librarse definitivamente de las artimañas del hacendado.
Los agricultores que fundaron Azpitia se debatieron, pues, en este ambiente feudal, donde el más fuerte aunque no tenga la razón termina por hacerse perdonar. De allí su espíritu disidente por conseguir un pedazo de tierra en propiedad sin tener que rendir cuentas al hacendado. Azpitia encarna aquel sueño quizás confuso, pero con muchos ideales, de esta gente impulsada a lograr la hazaña aún no realizada después de la Independencia Nacional.
Vemos en estos colonos todas sus virtudes de apego al campo y a los grandes horizontes, a la soledad virgen de la pampa agreste y sin labrar; su desprecio a la sutil esclavitud de las haciendas, su valor rudo que no se intimida ante nada, su gusto por la libertad de estos nuevos paisajes sólo cubiertos por los rayos del sol.
Estamos apenas en el umbral de la época en que los historiadores pueden empezar a formarse una crítica. Pero de este manojo de documentos palpitantes que no han sido todavía cubiertas por la ceniza de los siglos, se desprende una impresión que cada uno de nosotros puede interpretar a su manera.
Los fundadores de Azpitia se rebelaron contra el sistema imperante en los campos agrícolas y marcharon a esta comarca en busca de un destino mejor para los suyos. Para el hombre del campo, la tierra es como una madre pues no solo le da el sustento sino que de la tierra también se hizo al hombre. Desdichadamente no todos los iniciadores lograron ver el esplendor, su sueño cumplido, ni la belleza de la planicie produciendo, ni llegaron a probar la exquisitez de sus frutos; pero allí queda el canal de Azpitia como el testimonio de su lucha.
Además, considero que no es ninguna desgracia llegar a la muerte sin haber cumplido todos los sueños, pero sí es una verdadera tragedia vivir sin sueños por cumplirse.
Azpitia es una minúscula parcela dentro de nuestra patria, pero generalmente ocurre que en estos espacios pequeños y aparentemente humilde es donde se vive el verdadero sentido de nuestra peruanidad. De los confines remotos de cada villorrio, ranchería o aldea, nos llegará siempre el eterno mensaje de nuestros antepasados. Esta historia puede ser también la historia de cada uno de esos pueblecitos escondidos en algún recoveco del territorio peruano.
Sin embargo, dicha forma de vida de los desheredados en el campo duró por muchos años más, desapareciendo por completo junto con la extinción del latifundio en el Perú. Es decir, casi hasta un cuarto de centuria antes de terminar el siglo XX.
Muchos sostendrán que el minifundio hace mucho daño a la agricultura y que los hacendados hacían labrar mejor la tierra a costa del esfuerzo ajeno. Nosotros no discutimos cual es la mejor forma, sólo describimos los hechos con fines históricos y para demostrar a las nuevas generaciones el por qué de la irrigación de Azpitia.
Los que de alguna manera estamos ligados a esta aldea, abramos con tranquilidad estas páginas. Estamos en el inicio del siglo XX y la patria se encuentra aún herida por la hecatombe de la infausta Guerra del Pacífico, y, observemos imaginariamente la acción de los primeros patriarcas de Azpitia, que, a fin de cuentas, su historia también es la nuestra.

1 comentario:

Unknown dijo...

Felicitaciones por tratar los inicios de la historia de Azpitia.
Presunto si antes de la llegada de los españoles, Azpitia Hera un terreno agreste, nunca fue poblado por alguna cultura pre inca o inca?
Existes alguna mucha de ruinas, cerámicos y otros?